martes, 11 de septiembre de 2012

Los Cotilleos de T.C. (V)

Truman Capote reportando…





En 1957, el ya oscarizado Marlon Brando se encontraba en una ciudad de Japón mientras filmaba las locaciones de Sayonara, dirigida por Joshua Logan y basada en el best seller del mismo título del novelista James A. Michener, ganador del premio Pulitzer por su primer obra publicada “Tales of the South Pacific” en 1946, la cual fue adaptada por Rodgers y Hammerstein para realizar su exitosa comedia musical South Pacific, que duró varios años en cartelera en Broadway y llevada al cine en 1958, igualmente dirigida por Joshua Logan, con Rossano Brazzi y Mitzy Gaynor en los roles principales. Sayonara es una de las primeras películas de la época que planteaba los problemas para aceptar los matrimonios entre los soldados americanos y las chicas asiáticas. Y hasta el hotel en que se encontraba el idolatrado actor llegó un día nuestro buen amigo Truman Capote para realizar una pactada entrevista con el protagonista de tan millonaria producción. Bajo el título de “El Duque en sus Dominios”, Capote publicó el relato de su entrevista con Brando en el diario The New Yorker el 9 de Noviembre de 1957. He aquí la primera parte de ese interesante encuentro…






La mayoría de las chicas japonesas tienen esas risitas. La pequeña mucama del cuarto piso del Hotel Miyako, en Kioto, no era la excepción. Esa hilaridad, y el intento de contenerla, sonrojó sus mejillas (a diferencia de los chinos, los rostros japoneses poseen considerable color) y sacudió su regordeta figura de muñequita peona en kimono. Aparentemente no había ninguna razón en particular para este júbilo; las risitas japonesas, al parecer, operan sin motivación. Yo simplemente había solicitado que me condujera a una cierta habitación. “¿Usted viene ver Marron?” resopló, mostrando, como tantos otros conciudadanos suyos, un arreglo de oro en sus dientes. Luego, con esos pequeños pasos de dedos de paloma a ras del suelo que un kimono requiere, me guió a través de un laberinto de pasillos, prometiendo “Le golpeo Marron”. El sonido “l” no existe en japonés, y por “Marron” la mucama había querido decir Marlon, Marlon Brando, el actor norteamericano que en ese momento se encontraba en Kioto haciendo trabajos de exteriores para la producción de Warner Brothers y William Goetz de la versión fílmica de la novela "Sayonara", de James Michener.





Mi guía golpeó la puerta de Brando, chilló “¡Marron!” y se dio a la fuga por el corredor con las mangas de su kimono revoloteando como las alas de un periquito. Otra mucama del Miyako tipo muñequita abrió la puerta y sucumbió al instante a su propia medida de curiosa histeria. Desde un cuarto de adentro Brando preguntó “¿Qué pasa, dulce?”. Pero la muchacha, con sus ojos entrecerrados por el regocijo y sus manitas gordas tapando su boca como un bebé a punto de llorar a gritos, no pudo responder. “Ey, linda, ¿qué pasa?”. Brando preguntó otra vez, y apareció en la puerta. “Ah, hola”, dijo cuando me vio. “¿Son las siete ya?”. Habíamos quedado en encontrarnos y cenar a las siete y yo llegaba veinte minutos tarde. “Bueno, sacate los zapatos y pasa. Ya estoy terminando con esto. Y escuchá, linda...”, le dijo a la mucama, “Tráenos algo de hielo”. Luego, siguiendo con la vista la manera en que la chica salía disparada, puso sus puños en jarra sobre su cadera y, sonriendo, dijo, “Me matan. De verdad, me matan. Y los chiquitos también. ¿No te parecen preciosos, no te encantan esos chiquitos japoneses?”.






El Miyako, donde cerca de la mitad del equipo de Sayonara se estaba alojando, es el más destacado de los así llamados “hoteles de tipo occidental” en Kioto; la mayoría de sus habitaciones están decoradas con sillas, mesas, camas y sillones macizos, incómodos y vulgares, de estilo europeo. Pero, para comodidad de los huéspedes japoneses que desean su típico estilo decorativo tanto como el prestigio de alojarse en el Miyako, o para los viajeros extranjeros que anhelan una atmósfera auténtica pero son poco propensos a soportar los rigores sin calefacción de una verdadera posada japonesa, el Miyako conserva algunas suites decoradas a la manera tradicional, y fue en una de estas donde Brando eligió hospedarse. Su habitación contaba con dos cuartos, un baño y una galería con paneles de cristal por donde entraba el sol. Sin contar el revoltijo desde el que por arriba y por abajo asomaban las cosas personales de Brando, las habitaciones lucían como ilustraciones de libros escolares sobre esa tendencia japonesa a la falta de ostentación. Los pisos estaban cubiertos con tatamis, esteras pardas que yacían bajo un discreto desparramo de almohadones de seda. Un panel con la imagen de un pez carpa dorado colgaba desde un hueco en una de las paredes y debajo, en un atril, podía verse un florero con lirios altos y hojas rojas arreglado para la ocasión. El más grande de los cuartos –el interno–, que el ocupante utilizaba como una especie de oficina de negocios donde también comía y dormía, contaba con una mesa larga de laca y un camastro.

En estos cuartos podían observarse los conceptos enfrentados de decoración japonesa y decoración occidental –uno que intentaba impresionar a través de la falta de exhibición y la ausencia de cualquier ostentación, el otro su preciso opuesto–, pues Brando parecía no tener intenciones de hacer uso de los espacios ocultos detrás de paneles corredizos de papel que la habitación poseía para que guardara sus cosas. Todo lo que poseía parecía estar a la vista. Las remeras, listas para el lavadero; las medias igual; zapatos y sweaters y camperas y corbatas y sombreros andaban por ahí como el traje de un espantapájaros desarmado. También cámaras, una máquina de escribir, una grabadora de cinta, una estufa eléctrica de capacidad sofocante. Aquí y allá, trozos de frutas mordisqueadas; una caja de esas famosas frutillas japonesas, cada una del tamaño de un huevo. Y libros, una cascada de pensamiento profundo entre los que uno podía encontrar “The Outsider”, de Colin Wilson, y trabajos varios en plegarias budistas, meditación Zen, respiración Yoga y misticismo hindú, pero nada de ficción, pues Brando no lee esas cosas.





Nunca –se jacta– ha abierto una novela desde el 3 de abril de 1924, el día en que nació, en Omaha, Nebraska. Pero aún cuando no le importa leer ficción, sí desea escribirla, y la larga mesa de laca está repleta de ceniceros desbordados y páginas apiladas de su más reciente esfuerzo creativo, un guión para una película llamada “A Burst of Vermilion”.
De hecho, Brando evidentemente había estado trabajando en su historia al momento de mi llegada. Cuando entré en la habitación, un joven de mirada apagada a quien llamaré Murray, y que previamente me habían señalado como “el tipo que está ayudando a Marlon con sus escritos”, estaba tirado en la estera hurgando entre los manuscritos de “A Burst of Vermilion”. Sosteniendo algunas de las páginas en sus manos, dijo: “Mirá, Mar, mejor sigo con esto en mi habitación y quizá podamos juntarnos nuevamente a las –digamos, ¿a eso de las diez y media?”.
Brando frunció su ceño, como si le desagradara la idea de continuar más tarde con la tarea. Según me enteraría luego, había estado un poco enfermo, se había pasado el día en su habitación y ahora lucía intranquilo. “¿Qué es esto?”, preguntó, señalando un par de paquetes rectangulares que descansaban entre los restos literarios sobre la mesa de laca. Murray se encogió de hombros. La mucama los había llevado, eso era todo lo que sabía. “La gente le envía regalos a Mar todo el tiempo”, me dijo. “Muchas veces no sabemos ni quién los envía, ¿verdad, Mar?”.
”, dijo Brando mientras rompía el papel de los regalos que, como la mayoría de los paquetes japoneses –incluso las compras mundanas de negocios muy ordinarios–, estaban maravillosamente envueltos. En uno había dulces, en el otro tortas de arroz blanco que probaron ser duras como el cemento a pesar de que lucían como pompas de algodón. No había en ninguno de los paquetes tarjeta alguna que identificara al remitente. “Cada vez que te das vuelta hay un japonés que quiere darte un regalo. Les encanta hacer regalos”, observó Brando. Masticando con destreza atlética una de las tortas de arroz, nos pasó las cajas a Murray y a mí.
Murray negó con la cabeza; estaba compenetrado en la tarea de obtener la promesa de Brando de que se encontrarían nuevamente a las diez treinta. “Llámame a esa hora” dijo Brando al final. “Y veremos qué ocurre”.




Murray, según me enteré, era uno solo de los miembros de lo que el equipo de Sayonara conocía como “la pandilla de Brando”. Además del asistente literario, la pandilla contaba con Marlon Brando Sr. (que actuaba como el gerente de negocios de su hijo), la Srta. Levin (una secretaria bonita de pelo oscuro) y el encargado de maquillaje personal de Brando. Los costos de viaje de este séquito, y todos sus gastos durante la estadía, estaban incluidos en el contrato del actor con la Warner Brothers. Pero lejos de los mitos, los estudios de filmación no suelen ser así de indulgentes en lo financiero. Un hombre de la Warner con quien hablé más tarde explicó la tolerancia mostrada con Brando diciendo: “Por lo general no tenemos tanta paciencia con las demandas que hace. Excepto... Bueno, esta película tenía que tener una gran estrella. Tu estrella. Eso es lo único que cuenta en la taquilla”...




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