Truman Capote, reportando…
Presentamos la sexta y última parte de este artículo publicado en el periódico estadounidense The New Yorker en Noviembre de 1957, en el que Truman Capote narra con lujo de detalles el encuentro que sostuvo con Marlon Brando mientras este se encontraba en el Hotel Miyako en Kioto, Japón, filmando la película de Joshua Logan Sayonara, basada en el bestseller de James Michener. La película sería nominada a 10 estatuillas oscariles, incluyendo Mejor Película, Director, Guión y Actor (para Brando), haciéndose finalmente con 4 galardones, entre los que destacan los de actuaciones secundarias para Red Buttons y la actriz oriental Miyoshi Umeki. Bajo el título de “El Duque en sus Dominios”, la entrevista realizada por Capote fue muy reveladora pues nos muestra a un Marlon Brando dubitativo, reflexivo, fascinante. Pasen y lean.
Brando bostezó; debían ser como la una menos cuarto. En menos de cinco horas tenía que estar bañado, afeitado, desayunado, en el set, listo para que el personal de maquillaje coloreara su pálido rostro con el tinte mulato que requiere el Technicolor.
“Fumemos otro cigarro”, dijo, mientras yo comenzaba a buscar mi abrigo.
“¿No crees que deberías ir a dormir?”
“Eso sólo significa levantarse. La mayoría de las mañanas no sé porqué lo hago. No puedo enfrentarlo”. Miró el teléfono, como recordando su promesa de llamar a Murray. “De todos modos, quizá más tarde trabaje. ¿Quieres algo para tomar?”.
Afuera las estrellas se opacaban y comenzaba a lloviznar, así que la idea de una copa antes de ir a la cama era algo agradable, especialmente teniendo en cuenta que debía volver a pie a mi hotel, que estaba a una milla de distancia del Miyako. Me serví algo de vodka; Brando declinó la invitación de acompañarme. Sin embargo, tomó mi vaso, bebió un sorbo, lo dejó en el espacio entre nosotros y de pronto dijo, de un modo medio a la ligera que sin embargo transmitía sentimiento: “Mi madre. Cayó en pedazos como una pieza de porcelana”.
Varias veces había oído a los amigos de Brando decir “Marlon adoraba a su madre”. Pero antes de 1947 y el estreno de Un tranvía llamado Deseo, pocos, quizá ninguno entre los de su círculo íntimo, habían conocido a sus padres. No sabían nada de su pasado salvo por lo que él elegía contarles. “Marlon siempre dio un retrato muy colorido de su vida en Illinois”, me contó uno de sus conocidos. “Cuando supimos que su familia estaría viniendo a Nueva York para el estreno de “Tranvía”, todos estábamos muy curiosos. No sabíamos qué esperar. En la noche del estreno, Irene Selznick dio una gran fiesta en ‘21’. Marlon llegó con su padre y su madre. Bien, no podrías imaginarte dos personas más atractivas. Altos, apuestos, encantadores. Lo que me impresionó –lo que impresionó a todos, supongo– fue la actitud de Marlon hacia ellos. En su presencia no era el muchacho que conocíamos. Era un hijo modelo. Reservado, respetuoso, muy amable, considerado en todos los sentidos”.
Aunque nació en Nebraska, donde su padre era vendedor de productos de piedra caliza, Brando, el tercer niño en la familia y único varón, pronto fue llevado a vivir a Libertyville, Illinois. Allí los Brando se asentaron en una casona vieja en un vecindario campestre, lo suficientemente grande como para permitirles tener gansos y gallinas y conejos, un caballo, un gran danés, veintiocho gatos y una vaca. Ordeñar la vaca era la tarea diaria que le tocaba a Bud, el apodo que Marlon tenía entonces. Bud, según se cuenta, había sido un muchacho extrovertido y competitivo. Cualquiera que se acercara a él era metido de golpe en algún tipo de competición: ¿Quién puede comer más rápido? ¿Aguantar la respiración más tiempo? ¿Contar la historia más larga? Bud era rebelde, también; con lluvia o sol, se escapaba de su casa todos los domingos. Pero él y sus hermanas, Frances y Jocelyn, eran devotamente cercanos a su madre. Muchos años más tarde, Stella Adler, antigua profesora de teatro de Brando, describió a la Sra. Brando, quien falleció en 1954, como “una criatura aniñada, hermosa, celestial, perdida”. Siempre, en cualquier lugar en el que vivieran, la Sra. Brando había actuado en protagónicos en producciones teatrales de la zona, y siempre había ansiado un mundo de luces más brillantes que el que la rodeaba. Este anhelo inspiró a sus hijos. Frances se dedicó a la pintura; Jocelyn, quien actualmente es una actriz profesional, se dedicó al teatro. Bud, también, había heredado las inclinaciones teatrales de su madre, pero a los diecisiete anunció que se dedicaría al sacerdocio. (En aquellos días, tal como ahora, Brando buscaba una creencia. Tal como una vez lo resumió uno de sus discípulos, “Necesita encontrar algo en la vida, algo en él mismo, algo que sea una verdad permanente, y necesita dedicar su vida a ello. A una personalidad tan intensa, nada menos que eso lo va a conformar”). Una vez que lo convencieron de no seguir esa vocación clerical, expulsado del colegio y rechazado para el servicio militar en 1942 a causa de un problema en la rodilla, Brando empacó sus cosas y se fue a Nueva York. Allí desaparece Bud, el gordito rubio, cabeza dura, triste adolescente, y emerge, en su lugar, el talentoso hombre de talla, Marlon.
Brando no ha olvidado a Bud. Cuando habla del niño que fue, ese niño parece habitarlo, como si el tiempo hubiera hecho poco para separar al hombre del muchacho lastimado y lleno de anhelos. “Mi padre era indiferente conmigo”, dijo. “Nada de lo que pudiera hacer parecía interesarle o conformarlo. Pero ya acepté eso. Somos amigos ahora. Nos llevamos bien”. En los últimos diez años, el Sr. Brando supervisó los asuntos financieros de su hijo. En conjunto con Pennebaker Productions, de la cual el Sr. Brando es empleado, han estado asociados en algunas inversiones, incluyendo un rancho de ganado y siembra en Nevada en el que invirtieron un alto porcentaje de las ganancias del joven Brando.
“Pero mi madre lo fue todo para mí. Todo un mundo. De veras lo intenté... Solía volver a casa del colegio...”. Dudó, como esperando que me hiciera la imagen de Bud con sus libros bajo el brazo en correrías por las tardes. “No había nadie en casa. Nada en el refrigerador”. Diapositivas: cuartos vacíos, una cocina. “Luego sonaba el teléfono. Alguien llamando de algún bar. ‘Tenemos a una dama aquí. Sería bueno que vengas a buscarla’”. De pronto, Brando se quedó en silencio. En ese silencio la imagen se desvaneció, o, más bien, quedó fijada: Bud al teléfono. Al final la imagen volvió a moverse, saltó hacia adelante en el tiempo. Bud tiene 18, y: “Pensé que si me amaba lo suficiente, si confiaba en mí lo suficiente, pensé, podríamos vivir juntos en Nueva York. Viviríamos juntos y yo cuidaría de ella. Una vez, tiempo más tarde, eso realmente sucedió. Dejó a mi padre y se vino a vivir conmigo a Nueva York, mientras yo estaba en una obra. De veras lo intenté. Pero mi amor no era suficiente. No le importaba lo suficiente. Regresó. Y un día...”, su voz se aplacó, pero aún así el tono emocional creció al punto que uno podía discernir el sonido dentro del sonido, un desconcierto herido: “Dejó de importarme. Ella estaba allí. En una habitación. Aferrándose a mí. Y la dejé caer. Porque ya no podía soportarlo... Verla en pedazos, frente a mí, como una pieza de porcelana. Me paré sobre ella. Caminé hacia afuera. Fui indiferente. Desde entonces, fui indiferente”.
El timbre del teléfono pareció despertarlo de una nebulosa. Miró alrededor, como si se hubiera despertado en una habitación desconocida. Luego sonrió irónicamente. Luego murmuró: “Mierda, mierda, mierda”, mientras estiraba su mano para alcanzar el teléfono. “Perdón”, le dijo a Murray. “Justo te iba a llamar... No, ya se está yendo. Pero... Mira, mejor dejémoslo para la próxima. Ya son más de la una. Son casi las dos... Sí... Mejor. Mañana”.
Mientras tanto, yo me ponía mi sobretodo y esperaba para despedirme. Me acompañó hasta la puerta, donde me puse mis zapatos. “Bueno, sayonara”, me despidió medio en broma. “Diles a los de recepción que te consigan un taxi”. Luego, mientras bajaba por el pasillo, me llamó. “¡Hey, escucha! No prestes mucha atención a lo que digo. No siempre me siento igual”.
De algún modo, esa no fue la última vez que lo vi esa noche. Escaleras abajo, el lobby del Miyako estaba desierto. No había nadie en el mostrador, ni había afuera ningún taxi a la vista. Aún a mediodía, las extravagantes callecitas de Kioto ya me habían engañado antes. Así y todo, partí bajo una garúa helada en lo que deseaba que fuera un camino hacia mi hotel. Nunca antes había andado tan tarde por una ciudad en el extranjero. Había un contraste grande con el día, donde las partes centrales de la ciudad, tomada por multitudes en juerga constante, resuenan como el interior de una sala de pinballs. O con las primeras horas de la noche, donde los faroles iluminan las veredas como flores nocturnas ocultas tras la bruma, mientras que las geishas, siempre resplandecientes, se contonean en leves rengueos con sus rostros de cerámica blanca y sus pelucas envueltas en gasa y adornadas con campanas plateadas, apurándose entre las sombras hacia festejos de una meticulosidad deliciosa.
Pero a las dos de la mañana este grotesco exquisito se esfumó, los cabarets cerraron. Sólo los gatos me acompañaron, y los borrachos, y las damas de compañía, y los inevitables mendigos completamente tapados, recostados en las entradas, y, brevemente, un músico callejero en harapos que iba detrás mío tocando música medieval en su flauta. Había recorrido penosamente más de una milla cuando di con al menos cien pasajes que me llevaban a terreno conocido: el distrito central con sus tiendas y sus cines. Fue entonces cuando vi a Brando. Casi dos metros de alto, con una cabeza tan grande como la del Buda más grandioso. Allí estaba, en colores de historieta, en un cartel que ubicado sobre un teatro promocionaba “La casa de té de la luna de agosto”. Bastante parecida a la del Buda era también su pose, pues estaba retratado en cuclillas, con una sonrisa serena que brillaba entre la lluvia y la luz de una lámpara de la calle. Se veía como una deidad, sí. Pero en realidad, más que eso, lucía como un hombre joven sentado sobre una pila de dulces.
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