Truman Capote, reportando…
Presentamos la quinta parte de este artículo que Truman Capote escribió en 1957 a propósito de una entrevista sostenida con Marlon Brando en Tokio. Aquí nos habla un poco de las parejas del actor y sus divagaciones sobre el amor. Pasen y lean...
Eran las 10.30 cuando Murray [nombre ficticio de su asistente y aprendiz de guionista] llamó.
“Salí a cenar con las chicas”, le dijo a Brando con una voz que salía tan fuerte del teléfono que yo también podía escucharlo, una voz que sonaba sobre una mezcla de barullo de banda de baile y los ruidos de un bar. Obviamente no era cliente de uno de esos tranquilos restaurantes tradicionales de Kioto, estaba más bien en un lugar de esos en que los clientes usan zapatos. “Ya estamos terminando aquí. ¿Por ahí qué tal?”.
Brando me miró pensativo. Yo busqué mi saco con la mirada. Pero dijo: “Todavía estamos cotorreando. Llámame de vuelta en una hora”.
“Ok, bueno... Ok, escúchame, Miiko está acá. Quiere saber si recibiste las flores que te mandó...”.
Los ojos de Brando se movieron sin demasiadas ganas hacia el balcón tras el ventanal, donde un florero con ásteres yacía en el centro de una mesa de bambú. “Ajá. Dile que muchas gracias”.
“Díselo tú, está acá”.
“¡No! ¡Hey, espera! Dios, así no es cómo se hacen las cosas”. Pero la protesta llegó demasiado tarde. Murray ya había dejado el teléfono y Brando, repitiendo “Así no es”, se sonrojó como un chico que no sabe dónde meterse de la vergüenza.
La siguiente voz que salió del teléfono pertenecía a la dama que coprotagonizaba junto a él Sayonara, la Srta. Miiko Taka, quien le preguntó por su salud.
“Mejor, gracias. Comí una ostra en mal estado, eso es todo... ¿Miiko?... Miiko, fue muy dulce de tu parte haberme enviado esas flores. Son preciosas. Las estoy viendo justo ahora”. Y continuó, como atreviéndose tímidamente a la línea de un verso, “Las ásteres son mis flores favoritas...”.
Me retiré al balcón, permitiendo que Brando y la Srta. Taka continuaran con su conversación en la más estricta soledad. El jardín del hotel, con sus ultra sencillos arreglos de roca y árbol, flotaba sobre la niebla que se arrastra sobre los canales de Kioto, una ciudad entrecruzada por ríos bajos y acequias en cascada, arroyos calmos como serpientes enroscadas y pequeños saltos alborozados que resuenan como esas risitas de las chicas japonesas. Alguna vez capital del Imperio y hoy el museo cultural del país, un tesoro estético tan grande que los norteamericanos no la bombardearon durante la guerra, Kioto está rodeada por agua, también. Detrás de las colinas que contienen a la ciudad, pequeñas carreteras corren como pasos elevados a través del plateado que reflejan los campos de arroz. Esa noche, a pesar de la neblina, las cimas azuladas de las colinas podían divisarse contra el marco de la noche gracias a la claridad del aire en las alturas. El cielo estaba allí, con las estrellas y un trocito de luna en él. Partes de la ciudad podían verse. Allí cerca había un vecindario con techos en curva.
Fachadas oscuras de hogares aristocráticos tomaban forma a través de su madera sedosa pero austera, norteñas, secretas como cualquier palacio de piedra de Siena. Con qué brillo hacían lucir a las lámparas de la calle, con los faroles de entrada de las casas irradiando colores de kimonos al tono, rosa y naranja, limón y rojo. Más lejos, una planicie moderna: amplias avenidas y neón, rascacielos de un concreto crudo que parecían menos perdurables, más endebles que las viviendas de papel que se arqueaban a su alrededor.
Brando terminó su llamada. Camino hacia el balcón me vio contemplando la vista del lugar. Dijo, “¿Has estado en Nara? Bastante interesante”.
Yo había estado, y sí, lo era. La “antigua Nara de los viejos tiempos”, tal como un guía local se había referido acertadamente a ella, está a una hora en auto de Kioto –un pueblo de postal ubicado en un parque turístico, la apoteosis del genio japonés para sugestionar a la naturaleza hacia comportamientos nada naturales. Un lugar plagado de santuarios, con ovejas pastando y manadas de ciervos domesticados que vagan alrededor de pinos elegantes y posan con gusto, igual que las palomas venecianas, entre parejas en viaje de luna de miel. Un lugar con niños que tiran de las barbas de cabras que no se defienden, con ancianos de capas negras y cuello de visón que se acuclillan sobre la orilla de lagos cubiertos por flores de loto y llaman, aplaudiendo, a una gran cantidad de peces: carpas gordas como truchas, moteadas de escarlata, que permiten que les hagan cosquillas en el hocico para luego devorar las migas que estos ancianos les dan. Que este Edén sin serpientes atrajera tanto a Brando era algo sorprendente. Con su gusto liberal por los lugares escondidos y no muy transitados, uno habría supuesto que sería insensible a este paisaje tan prolijo y cuidado. Luego, como a propósito de Nara, dijo, “Bueno, me gustaría casarme. Quiero tener hijos”. No era, quizá, la incongruencia que aparentaba ser: la amable seguridad de Nara podía llegar a sugerir, por asociación de ideas, casamiento, familia.
“Tienes que tener amor” dijo. “No hay otra razón para vivir. Los hombres no son diferentes a los ratones. Nacen para llevar a cabo la misma función. Procrear”. (“Marlon”, para citar a su amigo Kazan, “es una de las personas más amables que conozco. Quizá la más amable”. La afirmación de Kazan cobraba sentido cuando uno observaba a Brando en compañía de niños. En lo que a él respecta, esta nueva generación japonesa de niños encantadores, alegres, con mejillas color cereza, piernas en comba y estallidos repentinos, era siempre bienvenida en los sets de Sayonara. Brando era bueno con los niños, se sentía cómodo, jugaba, los apreciaba. De hecho se veía como su par emocional, un co-conspirador. Aún más: esa expresión de condolencia, esa ligera mirada de compasión con que contemplaba a algunos adultos, desaparecía de sus ojos cuando estaba con un niño).
Posando sus dedos sobre la ofrenda floral de la Srta. Taka, continuó: “¿Qué razón hay para vivir si no es el amor? Ése ha sido mi mayor problema. Mi incapacidad para amar a nadie”. Volvió a la habitación y se quedó allí, de pie, como a la caza de algo: ¿Un cigarrillo? Tomó un atado, estaba vacío. Tanteó los bolsillos de los pantalones y chaquetas que estaban tirados aquí y allá. El ropero de Brando ya no recuerda a una pandilla callejera. En lo que a vestimenta respecta se ha graduado, o ha ido más atrás hacia un estilo de bandido chic de la época de la prohibición: sombreros de ala corta, trajes a rayas y camisas de tonos sombríos con corbatas pastel a la George Raft. Una vez que encontró los cigarrillos encendió uno y se desplomó sobre el camastro. Gotas de sudor rodeaban su boca. La estufa eléctrica zumbaba. Era una habitación tropical, uno podría haber cultivado orquídeas allí. Arriba, los murmullos del Sr. y la Sra. Buttons habían recomenzado, pero Brando aparentemente había perdido interés en ellos.
Estaba fumando, pensando. Luego, retomando la puntada de su pensamiento, dijo: “No puedo. Amar a nadie. No puedo confiar en nadie lo suficiente como para entregarme. Pero estoy listo. Lo deseo. Y quizá pueda, casi estoy allí, de veras tengo que...”. Sus ojos se agrietaron, pero su tono, lejos de ser intenso, era indiferente, apagado, objetivo, como si estuviera hablando acerca de algún personaje en una obra, un personaje que estaba cansado de interpretar pero al que estaba atado por contrato. “Porque, bueno, ¿qué más hay? De eso se trata todo. Amar a alguien”.
(En esos días Brando era un soltero que ocasionalmente se había permitido compromisos de carácter casi oficial: una vez con una aspirante a actriz y autora llamada Blossom Plum y luego, con más atención pública, con Josanne Mariani-Bérenger, hija de un pescador francés. Pero en ninguno de esos casos plantó bandera. Un día del mes pasado, sin embargo, en una ceremonia algo repentina y secreta en Eagle Rock, California, Brando contrajo matrimonio con una joven actriz de piel oscura y papeles menores que se había dado a conocer con el nombre de Anna Kashfi. Según los confusos reportes de prensa, podía ser una humilde budista de Darjeeling del más puro origen hindú o la hija nacida en Calcuta de una pareja de ingleses de apellido O’Callaghan que vivían en Gales. Brando aún no había hecho nada para aclarar el misterio).
Brando con su conquista francesa, la modelo Josanne Mariani-Bérenger
La actriz inglesa Anna Kashfi, primera esposa del actor
“De todos modos, tengo amigos. No. No, no tengo” dijo, boxeando verbalmente con su sombra. “No, sí que tengo” decidió, limpiando el sudor de su labio superior. “Tengo muchos amigos. Con algunos no me guardo. Les cuento lo que sucede. Tienes que confiar en alguien. Bueno, no hasta el fondo... No hay nadie en quien confíe tanto como para que me diga lo que tengo que hacer”.
Le pregunté si eso incluía consejeros profesionales. Por ejemplo, hasta donde yo sabía Brando dependía mucho de la guía de Jay Kanter, un joven que pertenecía al staff de Music Corporation of America, la agencia que lo representa. “Oh, Jay”, dijo Brando. “Jay hace lo que yo le digo que haga. Así de solo estoy”.
Sonó el teléfono. Debía haber pasado una hora, pues era Muray de nuevo. “Sí, seguimos cotorreando”, le dijo Brando. “Mira, deja que yo te llame... Oh, en una hora más o menos. ¿Ya volviste a tu habitación?... Ok.”.
Cortó y dijo: “Buen tipo. Quiere ser director... en un tiempo. Pero estaba diciendo algo... Hablábamos de amigos. ¿Sabes cómo hago un amigo?” Se inclinó un poco hacia mí, como si tuviera un secreto divertido para compartir. “Llego muy amablemente. Me muevo en círculos alrededor. En círculos. Después, poco a poco, me acerco. Después los alcanzo y los toco, ah, tan suavemente...”. Estiró sus dedos como antenas de insectos y tocó apenas mi brazo. “Luego”, dijo, con un ojo cerrado y el otro, a la Rasputín, abierto de manera cautivante, “retrocedo. Espero un poco. Dejo que se hagan preguntas. En el momento justo, me acerco otra vez. Los toco. Círculos”. Ahora su mano rota en figuras circulares, como sosteniendo una soga con la que atara una presencia invisible. “No saben lo que pasa. Antes de que se den cuenta ya están enredados, involucrados. Los tengo. Y de repente, en ocasiones, soy todo lo que tienen. Muchos de ellos, sabes, son personas que no encajan en ningún lado; no son aceptados, no encajan, están heridos, fueron lastimados de una u otra manera. Pero quiero ayudarlos, y ellos pueden enfocarse en mí. Soy el duque. Algo así como el duque de mis dominios”.
(Un viejo inquilino del ducado, al describir a su dueño y señor y sus asuntos, dijo: “Es como si Marlon viviera en una casa donde las puertas están siempre abiertas. De hecho, cuando vivía en Nueva York la puerta estaba siempre abierta. Cualquiera podía entrar, estuviera Marlon allí o no, y cualquiera lo hacía. Tú llegabas y había diez o quince personajes dando vueltas por ahí. Era raro, porque nadie parecía conocer a nadie. Sólo estaban allí, como gente en una estación de tren. Algunos leían etiquetas. Una chica bailando sola. O pintando las uñas de sus pies. Un comediante ensayando su acto de club nocturno. En una esquina lejana dos tipos podían estar jugando una partida de ajedrez. Y tambores: bang, bum, bang, bum. Pero nunca había alcohol ni nada de eso. Quizá de tanto en tanto alguien podía decir ‘Bajemos a la esquina a buscar helado’. Ahora, el denominador común de todo esto, el lazo común que los unía, era Marlon. Se movía por la habitación llevándose a uno aparte y se ponía a charlar. No sé si te diste cuenta, pero Marlon no puede charlar con dos personas a la vez. Nunca va a tomar parte en una conversación grupal. Siempre va a ser un cálido tête-à-tête, una persona a la vez. Lo cual es necesario, supongo, si quieres tener el mismo encanto con todos. Y aunque ya sepas cómo es, no importa. Porque cuando llega tu turno te hace sentir como si fueras la única persona en la habitación. En el mundo. Te hace sentir que estás bajo su protección, que se preocupa profundamente por tus problemas. Le crees; más que nadie en el mundo que conozca, el tipo irradia sinceridad. Al final te preguntas: ‘¿Estará actuando?’. Pero si así fuera, ¿cuál sería el punto? ¿Qué es lo que tienes para darle? Nada, salvo –y éste es el punto– afecto. El tipo de afecto que le da autoridad sobre ti. A veces pienso que Marlon es como un huérfano que más tarde en la vida se convertirá en el amable director de un orfanato gigante. Pero incluso fuera de esa institución quiere que todos lo amen”.
Aún cuando exista un buen grupo de testigos que buscarán contradecir esta opinión, es sabido que Brando una vez le dijo a un periodista: “Puedo entrar a una habitación donde haya cientos de personas, pero si hay una sola persona a quien no le agrade me doy cuenta y me voy”. Como nota al pie debería agregarse que, dentro de la camarilla que preside, Brando es considerado tanto un padre intelectual como un afectuoso hermano mayor. La persona que probablemente mejor lo conoce, el comediante Wally Cox, declaró que es “un filósofo creativo, un pensador muy profundo”, y agregó: “Es una fuerza verdaderamente liberadora para sus amigos”).
"Si Wally hubiera sido una mujer, me hubiera casado con él y hubiéramos sido felices para siempre." (Marlon Brando)
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